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Oscuridad

Abrir los ojos no ha supuesto diferencia alguna con mantenerlos cerrados, salvo por el dolor de cabeza, que no tiene nada que ver con el estirado moño que la corona, como una flamante cima. Me llevo la mano a la sien, dolorida. No veo absolutamente nada.


-¿Alberto? -exclamo, mientras me pongo de pie, mareada y resoplo.


Mi voz se pierde en un vacío absurdo y trato de hacer memoria. La fiesta de Carnaval. Ese cabezota de Alberto me convenció para hacerla en casa, pero... ¿Cómo pude ceder? Lo último que recuerdo es la estresante tarde de preparativos que he pasado. Comida, bebida, música... Es lo último que soy capaz de evocar. Y ahora, despierto en esta oscuridad. ¿Dónde demonios estoy? ¿Qué ha pasado?


Extiendo los brazos y toco una puerta, tiro de ella, pero no puedo abrir. Siento la asfixiante necesidad de llenar mis pulmones y una completa incapacidad para hacerlo. Estoy en un armario. Tengo claustrofobia y el pecho me va a explotar en una lucha exacerbada por recoger oxígeno. Dioses... voy a desvanecerme otra vez, necesito ayuda y grito.


Si hubiera una banda sonora siguiendo cada uno de mis movimientos, estaría en su punto más álgido de dramatismo y desesperación, con unos violines muy agudos.


Entonces trastabillo, asustada y me doy cuenta de que puedo dar un paso y dos y tres hacia atrás. Joder, no es un armario; solo estaba de espaldas a la habitación. Respiro aliviada, pero temblando aún. No estoy en un armario, pero sigo en un desconocido y oscuro lugar, y no tengo ni la más remota idea de cómo he llegado hasta aquí.


Vuelvo a estirar la mano y doy con el yeso de una pared a la que me acerco. El dolor de cabeza me envías punzadas por todo el cuerpo. Mira que mi madre me lo dice siempre: no bebas. Eres más imbécil que de costumbre cuando lo haces. Pero mi espíritu de contradicción se rebela incluso contra las verdades más evidentes. Y ahora no puedo evitar pensar en mi progenitora burlándose de mí. “Te lo tienes merecido”, me diría doña Engracia. “Por merluza”. Gracias, madre, yo también te quiero.


¡Joder! ¿Cómo puedo no recordar nada? Espero que al menos las cosas con Luis hayan merecido la pena, aunque sea incapaz de recordarlo ¡Ays, Luis! No puedo estirar la pata sin haberme liado con él. Ojalá Alberto no se me haya adelantado. Tengo cuarenta y dos años, necesito haber hecho algo en la vida que mereciera la pena y a estas alturas de exigencia, liarme con un tío cañón resulta suficiente. Espera. De pronto recuerdo algo más: el timbre de la puerta sonó y llegué a abrirla. Entonces, dolor y oscuridad. Y ahora despierto aquí, en un lugar desconocido y oscuro. Sola.


¿Y si ha sido Alberto? Sabe que yo me hubiera ligado antes a Luis, así que me ha sacado de circulación. No, mierda, ¿qué digo? Alberto sería incapaz de matarme por eso, ¿no? Pero Claudia... Si se ha enterado de que me quedé con los quince euros del billete de lotería premiado que jugamos a medias sería capaz de cualquier cosa. No le basta con tener un físico envidiable y ser dieciocho centímetros más alta que yo. También quiere ser quince euros más rica.


Joder, basta. Soy patética, pero tengo instintos de supervivencia, así que es hora de echarle algo de acción a las cosas. Acurrucada en un rincón y lamentándome por mi infortunio no voy a solucionar nada.


Oigo unas campanadas lejanas: son las cinco. La fiesta debería haberse celebrado ya porque mi último vistazo al reloj se dio casi a las nueve de la noche, así que es de madrugada. El miedo es cada vez más vívido en mí. No puede ser buena señal que al abrir la puerta alguien te meta un mamporro y despiertes cuatro horas más tarde en un sitio oscuro. Es un hecho, van a matarme.


Avanzo, con la espalda pegada a la pared.


Oigo un sonido amortiguado de agua cayendo contra el suelo, como si afuera estuviera lloviendo a cántaros. Claro, en las películas de miedo, siempre que alguien va a morir, llueve.


Me deslizo con cautela a través de la habitación sin apartarme de la pared. Mi cadera topa con algo frío, una especie de arcón rectangular que emite un zumbido inquietante. Van a matarme y van a meterme ahí, lo tienen todo preparado. ¿Pero yo qué demonios le he hecho a nadie? A parte de las cosillas antes mencionadas o de las bromas pesadas a Amparo o el chivatazo que di cuando... Cejo en mis pensamientos, no es un buena idea ver incrementarse mi lista de amigos precisamente ahora.


Sorteo el arcón funerario y sigo buscando la pared, mi única referencia.


Oigo un gruñido en la oscuridad y el estómago se me encoge. Una respiración acelerada rompe el silencio sordo que antes quebraba solo el zumbido y el repiqueteo de la lluvia. No estoy sola.


Tengo un nudo en el estómago mientras sigo caminando. Ahora topo con una mesa larga da recia madera rugosa. Paseo las palmas de las manos sobre su superficie, buscando, de forma absurda, algo que me ayude a ubicarme y a ubicar a mi compañía antes de que ella me ubique a mí. Una linterna, una antorcha, lo que sea.


Extiendo los brazos y compruebo que la pared sigue allí, pero no hallo interruptor alguno, no hay luz. Por momentos, la sensación más angustiosa de mi vida me abraza hasta asfixiarme. ¿Y si el golpe recibido me ha afectado y no puedo ver? El corazón se me dispara en el pecho al pensarlo y trato de acompasarlo, pero es que las circunstancias no ayudan. Hay algo sobre la mesa que palpo con una mano mientras que con la otra sigo la línea de la pared. Un cuchillo. La fría y afilada hoja de un cuchillo y debajo, un líquido derramado. Dios, me van a acuchillar como ya han hecho con alguien. ¿Y si los han matado a todos?


El gruñido vuelve a oírse a mis espaldas como si confirmase mis pensamientos y una voz lo acompaña:


"Estás muerta, Lucía".


La voz ha sonado amortiguada, como si me hablasen desde muy lejos, pero estoy segura de no haberla imaginado.


«Sabemos que estas ahí».


Me ven. Aunque yo no puedo ver a nadie, alguien me está viendo a mí. Alzo la cabeza hacia los techos de manera instintiva, pero todo sigue siendo negro sobre negro.


-¿Qué quieres de mí? -grito, angustiada.


«Venganza».


La voz es diferente cada vez que se pronuncia, como si hubiera un coro de psicópatas envolviéndome. En un gesto ridículo cojo el cuchillo. Es más probable que acabe rebanándome el pescuezo a mí misma antes que lograr defenderme de cualquier amenaza, pero mi cuerpo se mueve por mí.


El gruñido se repite, la respiración acelerada. Hay alguien muy cerca. Me ha tocado el brazo, clavándome algo afilado. Me aparto de un salto, espantada y grito. Me sacudo, histérica y el cuchillo que llevo en la mano rasga algo que me corta el aire al tiempo que caigo al suelo.


Cuando abro los ojos, me sorprende seguir con vida y me sorprende, también el hecho de que la oscuridad se ha esfumado. Puedo ver y... estoy en mi casa. Me yergo, despacio, me llevo la mano a la cabeza, que aún me duele. No hay nadie, pero los preparativos de la fiesta siguen intactos.


La lluvia golpea con furia los cristales. Miro mi brazo, donde hay un rasguño. Mi gata, Penacha, frota su cabeza contra mi brazo y se tiende panza arriba, arañándome con sus patas traseras, dibujándome una herida igual que la que tengo.


Me giro al oír de nuevo el gruñido. Lily, mi chihuahua ha vuelto a emprenderla con la zapatilla.


Joder, no es posible. No puedo haber estado en casa todo este tiempo. Paseo la mirada por le resto de la estancia: el arcón funerario es mi congelador. El cuchillo jamonero que permanece tirado en el suelo, donde casi me autodegollo, cómo no. El zumo derramado sobre la mesa de madera. Sangre, sí... sangre de mandarina.


Me pongo de pie y me sobresalta un golpe en la puerta. Me acerco, despacio, asustada.


-¿Quién hay? -pregunto con un hilo de voz temeroso.


-¿Quién cojones va a haber?


Reconozco la voz de Alberto y abro la puerta de inmediato. Los invitados están apiñados allí, totalmente empapados por el chaparrón.


-¡Aleluya! -exclama Claudia mientras me empuja para abrirse paso, disfrazada de hada de carretera. El grupo la sigue entre maldiciones y miradas asesinas que se dirigen hacia mi. Luis viene disfrazado de cacahuete. Es tan mono, aunque más bien, a estas alturas parece una pasa.


Alberto se planta delante de mí con los brazos en jarra. Él trataba de ser Zeus, pero no sé bien qué es ahora.


-Llevamos cuatro horas de reloj esperando ahí fuera, bajo el aguacero. El que no quiere tu cabeza, quiere verte sufrir mucho hoy, Lucía. ¿Puede saberse qué te ha pasado?


Claro, las amenazas. «Estás muerta. Sabemos que estás ahí. Venganza».


-Pero... -farfullo como la imbécil que mi madre asegura que soy. No entiendo nada-. Alguien me golpeó al abrir la puerta -le explico a Alberto.


-Ángel -me aclara él-. Viene de ariete, aunque ahora parezca una tienda de campaña. Quiso hacer la gracia de tumbar tu puerta justo cuando abriste tú, y como tu fabulosa hoja se abre hacia fuera, la cerró de nuevo y te estampaste en ella. El golpe se oyó en toda la manzana.


Claro. Por eso no pude abrir el “armario”. Yo tiraba de la puerta, pero hay que empujar desde dentro.


Sin embargo... Sigue habiendo cosas que no encajan.


-Desperté y no veía nada. Y cuando digo nada, quiero decir nada. Ni luz por la ventana ni...


Alberto tira de mi disfraz destripado, allá por donde yo lo rompí al caer al suelo.


-¿De qué narices vas?


-De oscuridad, ya te lo dije.


-Pues te has puesto el disfraz al revés. La única que lo veía todo oscuro eras tú.


No puedo creerlo. No puede ser.


-En fin -zanja Alberto, sonriente-. Le he quitado la sombrilla a Mario, que iba de cócktail y ahora es un triste vaso de agua, y llevo cuatro horas cubriendo con ella a Luis. Cuatro horas de ventaja. Eso es lo que te saco.


Estalla en carcajadas y se aleja hacia mi cacahuete pocho en el preciso instante en el que el teléfono suena. Doña Engracia.


-Mamá...


-¿Que diantre estás haciendo? Tus amigos me han llamado veinte veces porque no podían entrar en tu casa. Y yo te he llamado al móvil y no me lo coges. No sé para qué quieres el teléfono.


-Me lo he dejado en el coche, mamá. Pero igual que estás haciendo ahora, podías haber llamado al fijo si estabas preocupada.


-Preocupada por el sueño que he perdido. ¿Sabes el insomnio que arrastro? Siempre tengo que estar detrás de ti. Eres una merluza, Lucía. Una merluza.


Imagen: Myriams-Fotos (Pixabay).

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