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Liche, Bo-Liche

Cuando llegué a Cormorant, en el estado de Minnesota, todo me pareció deprimente. Acostumbrado a vivir en una gran urbe como Nueva York, el cambio era más que considerable. Aquí había, apenas, unos mil habitantes. Pero existían varias razones que me habían empujado hasta aquel pueblo perdido de la mano de dios. Una de ellas, de forma especial: el divorcio. No lo había visto venir o tal vez no había querido verlo, pero el hecho fue que el abandono de Elisabeth me solicitaba distancia. En una ciudad como Nueva York podría resultar sencillo encontrármela por todas partes.


Ya, más de ocho millones y medio de habitantes, pero eso se reduce cuando te han echado una maldición. Así me lo aseguró Matilda, mi pitonisa y no podía dudar de ella. El último año y medio de mi vida había estado colmado de desgracias, unas tras otra o todas a la vez; se peleaban, de hecho, por entrar en mi existencia, por solaparse unas con otras, sin la deferencia, siquiera, de esperar a que una se solucionase antes de ver llegar a la siguiente. Matilda estaba segura de que había sido Elisabeth o su amante, porque aseguraba la mujer, que mi ya flamante ex tenía un amante. Supongo que por eso no me sorprendió la rapidez con la había conocido a Pierre tras plantearme la separación; demasiado rápido. Dijo que era su abogado y ciertamente lo era. Ella debía de ser una clienta vip porque el tal Pierre, un francés estirado y de lo más insulso, la asesoraba a altas horas en los más lujosos restaurantes de la ciudad y... bueno, podía decirse que no se molestó demasiado en ocultarlo.


Y el divorcio llegó antes que el despido. Por eso Matilda me dijo que me alejase de la letra 'D'. No viajes un domingo, no descuides tus dientes, no leas diarios, a menos que los llames “periódicos”; no te obsesiones por el dinero. Y un largo sinfín de recomendaciones que acepté con sumo gusto.


Después de todo eso, no tuve más remedio que aceptar la herencia de mi difunto tío Emil. Él había muerto hacía cinco años, pero nunca me había interesado lo más mínimo la casucha que me había dejado en un sitio que tuve que buscar en la Wikipedia para poder encontrar.


El autobús me dejó en una solitaria parada y observé con desasosiego mi bolsa de deporte, mi maleta y mi transportín. No quise pensar demasiado en eso último. Elisabeth se había empecinado en adoptar a un dichoso cachorrito cuando la gata de su amiga Jules tuvo ocho mininos, pero de forma repentina y después de que su abogado se instalase en mi antiguo hogar para poder asesorarla durante veinticuatro horas al día, Elisabeth desarrolló una extraña y sospechosa alergia al pelo de Liche. Bo-Liche. Ese era su nombre. Un nombre adecuado para un gato obeso con una ingente cantidad de pelo negro. De hecho, sabía que había vida dentro de la pelambrera porque en ocasiones, el felino se trasladaba hasta el comedero para seguir inflándose.


Liche y yo nunca nos hemos llevado bien; siempre tumbado en el centro de mi cama, moviendo sus malévolas patitas sobre un cojín con mi nombre mientras me miraba con autosuficiencia y cierto aire de desprecio, como si me perdonase la vida. Solía hacer nido en el regazo de todo el mundo salvo en el mío. Pero era un hecho: la vida nos había dado una patada en el culo a los dos y por incomprensible que resultase, me sentía incapaz de darle de lado.


Era una bola de pelo prepotente e interesada, pero debajo de eso y de su abundante capa de grasa, latía un corazón. O eso supuse. En todo caso respiraba y dado que yo mismo había sido abandonado sin reservas ni contemplaciones, conocía los sinsabores de tal desdicha. No podía someterlo a lo mismo.


En fin, solo podía desear que la casa del tío Emil fuera lo suficientemente grande para los dos.


Me eché la bolsa de deporte sobre el hombro, cogí la maleta con una mano y el transoportín con la otra. Liche estaba nervioso, como no podía ser de otra manera, y su pata furiosa asomó para clavarme las uñas en la mano. Suspiré. Las cosas no empezaban bien, pero debería echarle paciencia. Yo era el adulto, el racional.


Solté el transportín y me agaché para encarar al animal. Estaba bufado. Su abundante cabellera se había erizado y arrugaba el morro emitiendo un sonido siseante. Qué cruz.


-Escucha... -Miré a ambos lados de la calle, tratando de cerciorarme de que nadie me viera-. No nos llevamos bien, es la cruda realidad. Pero tu adorada Elisabeth nos ha dado de lado y solo me tienes a mí, de modo que tendremos que aprender a lidiar con esto. Tú tampoco eres mi sueño. Pon algo de tu parte, ¿vale?


Mientras avanzaba por la calle, entre miradas recelosas, curiosas y poco disimuladas, solo pude obtener tres conclusiones: la primera era que el pueblo estaba en período electoral. Había carteles de un tal Khait Anodelsúh, un hombre alto y bien plantado con semblante arabesco y un espeso bigote que exhibía su mejor sonrisa ante la cámara. La segunda conclusión era que, tal y como ya temía, mi llegada sería la comidilla durante los días venideros. La tercera era que Liche no iba a poner de su parte. Seguía gruñendo desde el fondo de su maletín y arañándome la mano con saña.


Tardé, apenas, unos diez minutos en llegar a la dirección indicada. Me detuve antes de cruzar la calle cuando algo captó mi atención: uno de los carteles electorales mostraba a un perro de nombre Duke, que se presentaba a las elecciones munipales. Fruncí y el ceño y solté el transportín de golpe. Mi mano era una mapa de desolación, pero ni siquiera podía reparar en eso. Supuse que el tal Duke, cuyas siglas de partido eran C.A.N, debía de ser la mascota del tal Khait. La verdad es que no me había fijado demasiado en el anterior cartel. Este resultaba algo más exótico. ¿Por qué un tipo que deseaba ser alcalde plasmaba la imagen de su perro en la propaganda?


Un carraspeo devolvió mi atención al otro lado de la calle. Mildreth Speakercodden, supuse. Vecina de mi tío, por lo que tenía entendido y la mujer que se había encargado de cuidar la casa y mantenerla habitable mientras su presuntuoso sobrino no se dignase a aceptarla. Alemana, por lo que tenía entendido, Mildreth me miraba con la misma expresión que Liche. Sonreí con toda la amabilidad que fui capaz de fingir y caminé hasta llegar a su lado.


-Buenas tardes. Usted debe de ser la señora Speakercodden. Soy Alexander, el sobrino de Emil.


-Hola -se limitó a decir.


Se giró y abrió la puerta de la calle, estampándola contra la pared. La hoja se quedó clavada en la tapia.


-Muy amable -ironicé.


-Ya.


Coloqué las maletas en el interior y me volví, obsevando a la oronda mujer. Era rubia y unas mejillas exageradamente sonrosadas teñían su nívea piel. Cubría su cabeza con un pañuelo rojo que se ataba bajo su barbilla y me miraba, casi sin pestañear. ¿Qué, tenía que darle propina? ¿A qué esperaba para largarse? Sonrió de nuevo y paseé la mirada a través de la calle. No se me ocurría qué decirle, así que fui a lo fácil.


-Veo que hay elecciones próximamente -observé.


-Sí.


-Ehm... ¿Y por qué aparece un perro en aquel cartel? ¿Es un candidato? -añadí, riendo.


-Sí.


La respuesta me cortó la risa en seco y alcé una ceja, mirándola.


-¿El perro es candidato a la alcaldía?


-Sí.


-¿Está de broma?


-No.


-¿Cómo va a ser un perro...? ¿Tan mal lo ha hecho el actual alcalde?


-Es él.


Dos palabras seguidas. Todo un logro.


-¿Qué quiere decir que es él?


-El alcalde.


Dos más. Estaba parlanchina la Speaker no sé qué...


-¿El perro es el alcalde?


-Sí.


Suspiré hondamente.


-Bueno, señora Speakercodden, estoy cansado tras el viaje, así que... supongo que nos veremos otro día. Muchas gracias por su amabilidad.


-Adiós.


Dio media vuelta y se largó. Cuando logré desclavar la puerta de la pared, cerré y me pasé la mano por la cara. El polvo era el rey del mundo en aquel lugar y se alzaba sobre cada mueble como Di Caprio lo había hecho sobre la proa del Titanic. Y al igual que él, yo era un pasajero de tercera sin servicio que tendría que limpiar solito. Sin embargo, debía admitir que, más allá de eso, tampoco estaba tan mal la casa. Sus muebles eran viejos y antiguos; probablemente de la misma época del Titanic, ya que aludía a ello, pero al menos estaban allí.


Abrí el transportín cuando Liche maulló y la bola de pelo asomó con cautela. Alzó la cabeza y sus pupilas dilatadas me escanearon al tiempo que se estiraba para olisquear el resto de la casa. Supuse que familiarizarse con el lugar le llevaría un tiempo y como el asunto del perro alcalde había despertado mi curiosidad, decidí dar un paseo por el pueblo y enterarme de algo más.


-Bueno, bola de pelo, voy a dar una vuelta. Vendré en un rato. Olisquea, investiga y haz todas esas cosas que hacéis los gatos cuando llegáis a un sitio desconocido. Te echaré de comer al regresar; no vas precisamente falto de alimento.


Dar un paseo por Cormorant no estuvo tan mal, después de todo. Aproveché para comprar algunas cosas, pues de lo que estaba seguro era de que si había algo en la nevera del tío Emil, no sería algo que deseara comer. Puede que ni siquiera fuera algo que se dejara comer.


Un viejo de ojos pequeños y rostro tostado me atendió en una tienda de ultramarinos. Por suerte, apenas había gente; solo una mujer de mediana edad que me miraba como si yo fuera un delincuente y dos chiquillas que se reían mientras se murmuraban cosas al oído.


-Así que tú eres el sobrino de Emil -apuntó el tendero.


-¿Cómo lo sabe? -pregunté, sorprendido por la fama que me precedía.


-Todo el pueblo hablaba de tu inminente llegada. Y tu tío siempre contaba cosas sobre ti cuando vivía.


Debía admitir que aquello me había impactado. El tío Emil había sido siempre muy huraño, la gran ausencia en las comidas y celebraciones familiares y sin embargo, él había hablado de mí a las personas del pueblo en el que vivía, lejos de todos los demás, apartado por alguna razón que nunca llegué a conocer; quizás de forma inmerecida.


-Sí, decía que eras el más rancio de sus sobrinos, un fracasado que acabaría heredando su casa.


O quizás muy merecida. El tipo rio tras su amable observación. Hijo de puta. Mi tío y el tendero. Y la mujer de atrás que se reía y las crías que carcajeaban. Recogí la bolsa con la compra y me largué, previo pago. Ofendido, pero honrado. Apenas había dado unos pocos pasos en la calle, cuando la mujer que había en la tienda me siguió.


-Muchacho -exclamó, alcanzándome-. No te enfades. Todo el mundo sabía que Emil era un amargado. Nadie le caía bien a tu tío.


-Oh, no me enfado. Lo cierto es que me resulta del todo indiferente la opinión que mi difunto tío guardase sobre mí o la que guarden todos ustedes.


-Relájate, hijo o corres el riesgo de acabar heredando algo más que esa casa ruinosa que debió de encasquetarte como venganza. Heredarás también la fama.


Suspiré hondamente y aminoré el paso.


-Soy Lorraine -dijo, mientras extendía el brazo-. Bruja y dueña de una consulta de adivinación.


-Alexander. Un placer -respondí apretando su mano-. Gilipollas y dueño de un gato gordo.


Lorraine rio y me acompañó durante un breve trayecto en el que supe que era una de las deudoras de mi tío, y por ende, ahora mía. Resultaba inexplicable que el huraño y agarrado Emil le hubiera prestado alguna vez dinero a alguien, pero desde luego, como acreedor había sido implacable hasta el punto de no perdonar deudas ni aun muerto.


-Oye, ¿cómo es eso de que un perro se presenta a las elecciones? -pregunté, cambiando de tema.


-Oh, el señor Duke ha compleado ya dos legislaturas. Esta sería la tercera.


-¿El señor Duke? ¿El perro?


-Así es. Es el líder del partido CAN y sus anteriores mandatos han sido impecables. Trata bien a los humanos y ha sido el único político que no ha metido la zarpa en las arcas públicas en los últimos cuatrocientos años.


-Pero es un perro.


-Quizás sea por eso.


-¿Los animales pueden presentarse a cargos políticos en este pueblo?


-¿Hay algún artículo legal que lo prohíba?


-Supongo que no, pero...


Lorraine me extendió la mano y me ofreció una tarjeta en forma de media luna.


-Ahí tienes mi dirección y mi número de teléfono, por si necesitas algo. Bienvenido al pueblo, Alex. Saldaré mi deuda contigo, tienes mi palabra.


-Tranquila, Lorr y gracias.


***


Cuando crucé la puerta de casa, Liche me había dejado un obsequio en mitad del salón mientras que él se había esparcido sobre mi maleta. No daba la sensación de que estuviera excesivamente preocupado o afectado por el viaje y el cambio de entorno. Supuse que ya había desfogado su nerviosismo con mi mano.


-Bueno, parece que te adaptas bien. ¿Sabes lo que he descubierto? -pregunté, mientras colocaba la compra sobre la mesa redonda del salón-. El alcalde de este pueblo es un perro. Como lo oyes. Y se presenta a su tercera legislatura, ¿qué te parece?


Me senté en la silla y miré largamente a Liche, que se mantenía tumbado sobre mi maleta, con la cabeza erguida, los ojos cerrados y las patitas plegadas. No podía creer que estuviera pensando lo que estaba pensando. Quizás hiciera una llamada a mi psiquiatra antes de irme a dormir.


-¿Y si te enfrentases a él? -pregunté, sin que Liche se inmutase-. Si ha podido serlo un perro, también podría serlo un gato, ¿no? Yo podría asesorarte. Estarías en la oposición. Se te da bien oponerte.


Liche se levantó y estiró las patas, clavando las uñas una y otra vez sobre la maleta. Después bajó el sofá de un saltito y se enroscó de nuevo sobre el tapiz de una de las cuatro sillas que rodeaba la mesa.


Lo miré, resignado. No iba a ser fácil, pero yo necesitaba nuevos desafíos.


No iba a ser fácil, pero la idea había hecho nido en mi cabeza y me sorprendí por la mañana, sentado en el sofá que debió de encargar Luis XV, libreta en mano, y pensando en las medidas de nuestro programa electoral. En la mano sostenía el del tal Duke. Otra 'D' en mi camino a la que debía aplastar. Supuse que la fuerza con la que había arraigado en mí aquel patético objetivo daba buena cuenta de lo vacía que estaba mi lista de motivaciones.


El programa electoral del tal Duke era surrealista y trataba de contentar a perro y humanos, al fin y al cabo serían estos últimos quienes votarían:


-Parque para que los humanos puedan pasear, siempre con la presencia y supervisión de sus perros.


-Multas para los humanos que ensucien el espacio público y dañen el medio ambiente.


-Gratificaciones para los compañeros de perros y deducciones en la declaración de la renta humana por la manutención de mascotas caninas.


-Instalación de postes con surtidores de pienso automático para todo tipo de perros.


-Creación del parque temático: Huellas, con locales de ocio para mantener a los humanos entretendidos durante la juerga canina.


-Jornadas laborales de 4 horas para que perro y compañero humano puedan compartir tiempo juntos.


Giré la cabeza pensando en qué podría ofrecerle Liche a toda esta gente. El felino había hecho nido en una caja de zapatos desde la que se desparramaba todo su cuerpo. No podía estar cómodo, pero ahí llevaba más de cuatro horas, con los ojos cerrados y la cabeza erguida, ronroneando por momentos.


-¡Oye, eh, bsbsbsbsbsbs!


El gato abrió los ojos levemente y me miró como si yo fuera una criatura nauseabunda.


-Si un perro ha podido, tú también tienes que poder, pero no creo que el tal Duke lo haya conseguido sentándose a dormir. ¡Haz algo, joder!


El animal apartó su atención de mí y estiró la pata trasera, que empezó a cubrirse a lametones. De vez en cuando paraba, tratando de sacudirse el pelo de la lengua. Estaba claro que no iba a conseguir nada con él, así que me puse en marcha y traté de averiguar cómo lo hacía ese perro. No imaginaba a su dueño sentado con él escribiendo al dictado del can, pero era evidente que algo tenía que haber.


Salí de casa en torno de las diez y media y el pueblo bullía en actividad todo lo que un pueblo de poco más de mil habitantes puede bullir en actividad. Y entonces lo vi. Sentado a la entrada de un parque, con la lengua de metro y medio fuera y jadeante, consecuencia del fuerte calor que apretaba en los finales de aquella cálida primavera. Se pelaje era blanco y al mirarme, cerró la boca. La gente lo saludaba al pasar por su lado y yo no pude evitar acercarme a él. Tenía que comprobar en mis propias carnes qué demonios hacía de ese animal uno apto y cualificado para ostentar el cargo de alcalde.


Me miró al situarme frente a él y siguió mirándome cuando me agaché. Apartó la atención de mí al naturalizar mi presencia y siguió jadeando mientras entrecerraba los ojos y oteaba la actividad en el pueblo. Le acaricié la cabeza en un acto instintivo y se puso en pie.


-No nos ha presentado debidamente para que te tomes esa clase de licencias -dijo el perro.


Parpadeé, incrédulo. Decidido: al llegar a casa llamaría a mi doctor de cabecera para que me cambiase la medicación.


-No lo tomes a mal, humano. No me importa que me magreen la cabeza, especialmente detrás e las orejas, por si quieres saberlo, pero sé quién eres y también sé el trato tosco que me dispensó tu tío antes de morir. Necesito asegurarme de que no es genético.


-No... no es genético. ¿Te trató mal mi tío?


-Digamos que “chucho apestoso” no era un mote cordial.


-¿Cómo es que puedes hablar? Eres el... alcalde y te presentas otra vez, pero eres un... perro.


-¿Y qué? ¿Te crees superior a mí? Yo miro por el bienestar de mis congéneres y también el de nuestros seres de compañía, los humanos. Es cierto que, en líneas generales, sois unos puercos y aun así, habilito espacios para vuestro ocio y sé recompensar las actitudes nobles. Los perretes viven mejor bajo mi mandato y no soy injusto con nadie. No robo dinero, no me interesa. Solo escarbo tiempo para pasarlo junto a aquellos a los que queremos. Bueno, tiempo y huesos, pero eso no hace daño a nadie.


Sonaba todo tan sensato que estaba empezando a preocuparme. Me puse en pie y suspiré hondamente mientras paseaba la mirada a través del lugar.


-Bien, ehm...¿Duke?


-Duke, ese es mi nombre. Tú eres Alexander, ¿verdad?


-Así es.


-Un placer, Alexander. Por favor, aparta, me estás tapando el sol.


Antes de marcharme reparé en un detalle. El collar de Duke. Llevaba una media luna igual que la que Lorraine me había dado. ¿Sería, acaso, su perro? ¿O era ella su humana? Como fuera. Tenía su teléfono y podría comprobarlo.


****


Era ya noche cerrada y yo me había embutido en la cama mientras llamaba a Lorraine. La puerta se abrió en ese momento y solo alcancé a ver la cola en alto de Liche, que caminó hasta subirse sobre la ropa que había dejado preparada para la mañana siguiente y empezó a mover la patas como si mullera la camisa y el pantalón.


-¡Fuera de ahí! -exclamé mientras me levantaba, con el teléfono aún pegado a la oreja. Lo empujé y saltó al suelo.


-¿Sí? Lorraine astrología y brujería, ¿en qué puedo ayudarte?


-Hola, Lorraine, soy Alexander, el sobrino de Emil, ¿puedes atenderme un momento?


Cuando me giré, Liche había vuelto a subirse sobre la camisa, así que lo empujé de nuevo y coloqué la ropa encima de la estantería vacía que quedaba sobre la ventana.


-Verás, hoy he tenido ocasión de conocer a... al señor Duke -dije, recordando el trato de respeto que ella misma le había dispensado.


-Oh, vaya...


-¿Qué tienes que ver con él? ¿Eres su dueña?


-Al señor Duke no le gusta ese... término. Aquí ningún humano es dueño de ningún perro, sino su compañero. Pero no, no soy su humana.


-Llevaba un colgante con el mismo... -Me giré al escuchar un sonido extraño y observé que Liche vomitaba una bola de pelo en el interior de mi zapatilla. Lo aparté con el pie y corrió, desapareciendo a través del oscuro pasillo. Qué asco.


-¿Alex?


-Sí, sí, estoy bien. Ehm... como te decía, llevaba un colgante con el mismo símbolo que la tarjeta que me diste.


La mujer suspiró hondamente. Fuera lo que fuese, la había pillado.


-Soy bruja, ya lo sabes. Yo le concedí a Duke la capacidad de hablar.


-¿Lo estás diciendo en serio?


-Completamente.


-¿Y podrías hacerlo con cualquier animal?


-¿Qué tramas, Alex?


-Bueno... -respondí con una sonrisa satisfecha-, tengo un gato que podría alzarse en un digno opositor.


-¿Y por qué iba yo a ayudarte en eso? Nos va bien con el señor Duke.


-Le debías dinero a mi tío, ¿no? Y por ende, ahora me lo debes a mí. ¿Qué te parece si me olvido de la deuda?


Otro suspiro. Estaba a punto de ceder.


-Pásate por mi casa mañana y llévate un pienso especial. Tu gato convertirá sus maullidos en palabras humanas. Y... que gane el mejor.


Un impacto en el pasillo me hizo cortar sin tan siquiera despedirme. Abrí la puerta y prendí la luz. Liche estaba esclafado en mitad del pasillo con algo entre las patas delanteras. Lo cogí, apartándolo y observé que se trataba de un pequeño ratoncillo muerto. Liche me perdonó la vida por enésima vez aquel día y caminó con gracilidad hasta la cocina que se ubicaba al fondo.


Y en la cocina estábamos de nuevo. Yo, sentado en la silla con mis propias manos entrelazadas y mirando a Liche masticar aquel nuevo pienso que crujía como si estuviéramos pisando hojas secas.


El gato me miró.


-Está duro. Sabes que tengo los dientes sensibles. Elisabeth siempre me compraba aquellas latitas húmedas que apenas me obligaban a masticar. ¿Cuándo voy a volver con ella?


Alcé la cabeza y sonreí para mis adentros. Solo para mis adentros porque la pregunta no era graciosa.


-Elisabeth no te quiere en su vida. Ni a mí tampoco. Asúmelo.


-El tipo por el que te ha cambiado me tiene alergia; no ella. Te cambia a ti y lo pago yo.


-Lo sospechaba... Oye, en fin, hay que pasar página. Ante nosotros se abre una nueva posibilidad y hemos de ir a por ella. Alcalde. ¿Qué te parece? ¿Te ves capaz de desbancar a Duke, un perro de los Pirineos, según pude ver? Se presenta a la que sería su tercera legislatura y...


Liche se había tumbado en el suelo y mantenía sus patas traseras extendidas hacia arriba mientras se lavaba sus partes.


-¿Me estás escuchando?


-Tengo pulgas. Si no me echas la pipeta me infestaré. Tenía revisión y vacuna con el veterinario este mes. No me hace gracia, pero este pelo no se cuida solo. Eres un zopenco.


-Pareces mi tío... Vamos, hazme aso. Viviríamos mejor que...


Liche se puso en pie como un resorte y, derrapando, corrió pasillo a través para saltar sobre el hilo de la cortina del recibidor, que se movía sacudido por la brisa matutina.


Resoplé, resignado.


-Oye, esta tarde hay un acto donde hablarán los candidatos a la alcaldía y te he inscrito. Duke es un perro mono, pero tú eres bonito gato de angora, muy cuky y blandito. Gánatelos, ¿me oyes?


***


Lucía un sol de justicia y el parque estaba atiborrado de gente y de perros. Había un ambiente casi festivo y yo caminaba entre el gentío, transportín en mano y con mi exultante candidato en su interior. Quizás no tan exultante, a decir verdad: Liche emitía una especie de gruñido continuado todo el tiempo, pero por suerte, pareció tranquilizarse cuando llegó el momento.


Kaith Anodelsúh llevó a cabo un discurso brillante, pero demasiado trillado que fue recibido con unos tenues aplausos. Después, llegó el turno de la estrella rutilante del firmamento de Cormorant: Duke, el perro parlante. Sus palabras, por contra, se apagaron entre una ovación creciente que apenas dejaba oírlo. Lo teníamos difícil, no podía negarlo, pero mis esperanzas se renovaron cuando coloqué a Liche sobre el atril y los murmullos de admiración y deleite cubrieron el lugar. El condenado gato era encantador, era evidente: con sus ojos redondos y sus pupilas contraídas en forma de palito; con su naricilla negra y esos elegantes bigotes. Y esa lengua que solía asomarle desde su boquita. Al menos el primer impacto había causado sensación.


Al prender el micrófono, un sonoro ronroneo se escurrió entre los murmullos, prendiendo nuevas sonrisas. En el atril había un cojín rojo del que las crueles patas de Liche habían tomado buena cuenta. Lo mullía con su habitual indolencia mientras nos miraba a todos con asco. Al menos pude saber que no era nada personal.


-Bien, señor Liche -preguntó el director del evento-. ¿Qué le ofrece a los ciudadanos de Cormorant? ¿Por qué cree que habrían de votarle a usted?


El felino me miró, como si tratase de preguntarme si realmente aquello era necesario. Entonces le mostré las bolsitas de carne húmeda que tanto le gustaban. Sus ojos verdes se convirtieron en un par de esferas perfectas, pero oculté rápidamente el preciado gancho dándole a entender que si no se la ganaba, no tendría acceso a ellas.



-Soy un gato, humanos -empezó a decir y para mi incredulidad, nadie se sorprendió-. Y mi nombre es Liche. Bo-Liche. A diferencia de ese niche, ca-niche de pelo enredado, no os obligaré a pasar tiempo con vuestros adorables gatos ni con vuestros apestosos perros ni siquiera con vuestros deliciosos y apetecibles hámsteres. No hay nada más dañino que la dependencia, la obsesión que ciertos animalejos con pulgas y mal aliento desarrollan hacia otros animalejos con dos patas y peor aliento.


Me llevé la mano a las sienes. Aquello no podía estar pasando. Quería la latita, ¿no? Carraspeé, tratando de llamar su atención, pero alguien alzó la voz para efectuar una pregunta.


-¿Qué hay del parque temático?


-Un parque temático para perros sería un lugar lleno de contaminación acústica -respondió Liche con indolencia-. Por no hablar de las pulgas. Cuando los chuchos están contentos desprenden ese desagradable sonido al que llaman ladrido. Mejor uno felino, un lugar de descanso para mininos, con acolchadas paredes y cestitas colgando del techo. Anaqueles de distintos tamaños y cajas de zapatos para dormir. El arrullador sonido del ronroneo como telón de fondo. Estaría castigado hacer ruido, penado con la muerte, incluso.


-Ehm... ¿Algo más, señor Liche?


Para mi sorpresa, el gato alzó el lomo mientras estiraba las patitas delanteras y se hizo un ovillo sobre el cojín del atril. Abrió la boca mostrando su perfectos dientecitos sensibles y cerró los ojos con la cabeza erguida y sus patas plegadas.


-¡DUKE, DUKE, DUKE! -empezó a gritar la gente.


Y aquel principio fue el final de nuestra lamentable carrera política.


***


Una semana después, Liche sembraba de pelos mi chaqueta blanca con una total despreocupación. Había logrado trepar hasta el armario en el que guardaba las latitas y había hecho caer los vasos de cristal que había al lado. Al no ser capaz de abrir aquellas endemoniadas latas, la emprendió con las salchichas que había dejado descongelando fuera. En ocasiones me sorprendía la agilidad de aquel cuerpo gordo y excesivo.


De fondo, el televisor anunciaba al flamante ganador de las elecciones: Duke, el perro. Pudimos haber sido nosotros. Suspiré hondamente, lamentando mi enésimo infortunio. Duke, una nueva 'D' que me aplastaba en el camino.


-Eh, humano. -Me giré después de que Liche vomitase de nuevo sobre mi camisa-. No me mires, así, dejaría de pasarme si me cepillases de vez en cuando. Elisabeth lo hacía todas las noches.


-¡A la mierda con Elisabeth! -grité, incorporándome, furioso-. Sobraste en su vida cuando llegó un tipo al que no le gustabas y soy yo, el idiota al que no dejas de joder, el que carga contigo.


El ronroneo que había dado inicio se cortó en seco y tragó saliva, paseando su lengua sobre su diminuta nariz.


-No intento joderte. Vomito porque me trago el pelo -me explicó-. Y me ahogo. A veces me ocurre en la soledad de la noche y ni siquiera te das cuenta. Hago caquita en el suelo porque llevamos una semana aquí y aún no me has puesto arenero y... bueno, bailo sobre tu ropa porque tiene tu olor y me gusta; me siento menos solo, menos ajeno al mundo hostil que me rodea. Cazo ratones como ofrendas hacia ti. Siento si algo de lo que he hecho te ha molestado pero no necesito ser alcalde. Me basta con que estemos juntos porque tienes razón. Eres tú quien carga conmigo... y te quiero.


Lo miré largamente sintiéndome el ser más repugnante del mundo. Lo cogí en brazos y lo estrujé, ignorante de la sonrisa malévola que se había trazado en su rostro.


-Lo siento, tienes razón.


Lo senté sobre mi regazo y empecé a pasarle el cepillo sobre el lomo ronroneante. Tal vez ese perro se hubiera alzado de nuevo como alcalde, pero yo tenía un gato gordo que decía quererme. Y a su manipuladora y despreciable manera, sé que lo decía de verdad.


Imagen: ClaudiaWollesen (Pixabay).

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