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La Caja de las Voces

El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.


El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.


Labo regresa al sofá, donde se ahovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.


Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.


La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.


Observa que un hombre permanece junto a su coche, con el capó abierto y un humo espeso abandonándolo. Lo mira, con una sonrisa de circunstancias, mientras se despoja de sus guantes.


-Perdone, señor, ¿sería tan amable de ayudarme? Acabo de quedarme tirado.


El señor Elliot pasea la mirada a través del lugar, invadido por una gruesa capa de nieve que amenza con seguir creciendo por culpa de la intensa precipitación, que no ceja. El cielo es un manto gris que envuelve la oscuridad de noche. Ignora cuánto tiempo ha permanecido durmiendo, pero a juzgar por aquello, ha de ser bastante.


-Claro... -murmura, aún impactado.


Labo no ha dejado de ladrar desde que abriera la puerta y el anciano le pide que guarde silencio con un gesto de la mano. El animal obedece, pero no se muestra muy tranquilo, hasta que empieza a olfatear el pantalón del recién llegado y este se agacha, acariciándole la cabeza y haciéndole todo tipo de carantoñas.


-¿En qué puedo ayudarle? -pregunta el señor Elliot, sonriendo.


-Si pudiera usted cargar mi teléfono móvil... Estoy sin batería y no puedo llamar a nadie.


El señor Elliot observa el coche. Es evidente que aquel hombre no es de por allí, pues ninguno de los vecinos de su pequeño pueblo maneja un vehículo tan caro como aquel. Dado que el anciano no dice nada, es el recién llegado el que habla de nuevo:


-No importa, esperaré dentro del coche; no quiero incomodarlo en una noche como la de hoy. Confiemos en que la nevada pare pronto. Muchas gracias, señor... -El tipo extiende la mano y Elliot corresponde, informándole de su nombre. -Yo soy William Lapporte, un placer.


Elliot mira a Labo, que emite un par de ladridos y mueve la cola.


-Señor Lapporte -lo llama el viejo-, por favor, de ningún modo puedo permitir que pase ahí la noche. Entre en mi casa y aguarde aquí a que el temporal amaine. Cargue su móvil y llame, después, a quien desee. Yo no tengo teléfono, lo lamento.


-No quisiera importunar a su familia en Nochebuena, caballero, pero muchas gracias.


William camina de regreso hacia la portezuela del piloto, pero se detiene ante la voz del señor Elliot. -No hay familia -responde el viejo-, es decir, estoy yo solo.


El perro ladra de nuevo.


-Con Labo, claro -rectifica.


William lo mira largamente y asiente tras una leve vacilación.


-En ese caso, será un placer acompañarlo hasta que la nevada ceje.


El señor Elliot le ha servido a William un poco de su asado y el hombre lo ha engullido todo, deleitándose en el delicioso sabor de aquella carne.


-Tiene una casa muy acogedora, y muy bonita -observa el hombre.


-Gracias, mi difunta Emily se esmeraba en cudiarla y decorarla. Ahora que ya no está, hay un toque gélido en ella, no puedo negarlo. Pero hago lo que puedo por mantener su esencia.


-Las ausencias llevan implícita esa gelidez de la que habla, qué duda cabe. Pero alguien me dijo una vez que en Nochebuena todo es posible; incluso llenar esos vacíos que pesan tanto.


-¿Eso le dijeron? -pregunta Elliot, sonriendo.


-Así es. Una anciana del pueblo en el que nací me dijo que en esta noche mágica, cualquier cosa podía suceder.


-¿Y usted lo cree?


-Por supuesto. Hoy me ha ocurrido algo fantástico, que llevaba esperando muchos años.


Elliot asiente con la cabeza.


-Y después se ha quedado usted tirado en mitad de una horrible nevada, incomunicado y sin posibilidad de hacer nada.


-Bueno, estoy pasando una agradable Nochebuena con usted. El trabajo iba a impedirme pasarla con mi familia; apenas he podido ver a mi padre unos minutos, así que no se puedo quejarme.


-Oh, seguro que sí. Pero en cualquier caso, también yo estoy agradecido por la compañía. Es la primera Navidad sin Emily y no es... fácil.


-Lo imagino. Debió de ser una mujer entrañable.


-Lo era. Inolvidale, hijo.


El resto de la noche discurre de forma amena, entre conversaciones, risas y anécdotas que al señor Elliot no dejan de brotarle de la boca. William las escucha con agrado y muestra interés en todas y cada una de ellas.


Después de la cena y la sobremesa, el señor Elliot le ofrece a William la cama de invitados, pues aunque ha dejado de nevar con tanta fuerza, la gruesa capa de blanca precipitación hará imposible que el hombre pueda moverse aquella noche. Además, aunque cargado, su teléfono móvil no tiene cobertura. Tal vez por la mañana, las cosas hayan mejorado.


***


Un sol de justicia se refleja sobre la nieve, proyectando una potente luz que hace abrir los ojos a Elliot. Labo duerme a sus pies, como de costumbre. El hombre se sienta en la cama y escucha ruido en la cocina, el de una cucharilla removiendo algo en un vaso. Un agradable olor llega hasta su nariz, invadiéndolo en una nostalgia extraña. Por momentos, evoca aquellos desayunos que Emily preparaba con bizcochos recién horneados y tostadas con mantequilla casera.


El perrillo lo mira, mientras mantiene la cabeza apoyada en la cama y las orejas en alto.


-Feliz día de Navidad, Labo.


El can alza la cabeza y la tuerce ligearmente, como si hubiera comprendido cada una de sus palabras.


Cuando se levanta, el señor Elliot encuentra un delicioso desayuno preparado sobre la mesa y una musiquilla familiar suena a través de la vieja radio que tiene sobre la estantería.


-¿William?


Camina hasta la ventana y se asoma, para comprobar que el coche de aquel hombre ya no está allí, aunque sí parecen evidentes las huellas de la grúa que ha de haber llegado hasta aquel lugar a primera hora de la mañana. Los surcos muestran que arrastraba a un vehículo y por momentos, no entiende cómo ha sido capaz de dormir sin despertarse.


La señora Barckels pasa en ese momento por delante del cristal y, al verlo, se detiene a saludar. Elliot abre la hoja de la ventana y nota, de inmediato, el frío crudo penetrando en su hogar.


-Feliz Navidad, Benjamin -le dice ella.


-Feliz Navidad, Josephine.


-¿Te has enterado ya de del lío que hay montado? ­


-¿Lío? ¿Qué lío?


-Al parecer, se esperaba la llegada de un importantísimo empresario de esos que sale por la televisión, incluso. Se rumoreaba que venía a adquirir la juguetería de Frank; ya sabes que lleva tiempo en una pésima situación económica y amenaza con cerrar.


-Sí... -mumura el señor Elliot, pensativo.


-Pues bien, lo esperaban en la ciudad sobre las nueve de la noche y no apareció. Dicen que antes pasó por aquí. La policía ha estado buscándolo toda la noche, había luces y sirenas por todas partes. No entiendo cómo puedes no haberte enterado. Y claro, como el tipo no puede hablar, pues no podía llamar por teléfono. Pobre hombre. No sé dónde habrá pasado la noche. Parece que ya lo ha encontrado y está bien.


-Josephine, los teléfonos actuales te permiten escribir.


-¿En serio? Bueno, no me fío de esos trastos. En fin, Benjamin, cierra la ventana o te resfriarás. Felices fiestas.


-Felices fiestas.


El señor Elliot cierra la hoja de la ventana y no puede evitar darle vueltas a lo que Josephine acaba de explicarle. Se gira y obseva de nuevo la mesa con el copioso desayuno aún esperando. Solo entonces repara en la vieja cajita que él mismo comprara la tarde anterior. Hay un papel plegado debajo con una letra desconocida, elegante e inclinada:


“Cuando era niño, esa mujer de la que le hablé, me regaló una caja igual. Me dijo que era mágica y que en la noche de Navidad, potenciaba su poder. Me pidió que la guardase hasta ver cumplido aquello que deseaba y, solo cuando eso ocurriera, debía asegurarme de que otras personas pudieran hacerse con ella. En aquel entonces no la creí porque no me concedía aquello que le solicitaba. Por eso acabé por dársela a mi padre y él la puso a la venta en su juguetería. Ayer usted la compró y yo pude, de algún modo, ver cumplido mi deseo. Es mágica, se lo confirmo. Guárdela hasta que pueda concederle aquello que más anhele. Después, haga que los corazones de otras personas también puedan oírla.


Firmado: William Lapporte.


El señor Elliot no puede dejar de darle vueltas a aquellas letras. Definitivamente, sumado a lo que Josephine le ha explicado, la mañana resulta de lo más extraña. Sin embargo, la imperiosa necesidad de averiguar cosas, le hace vestirse y aventurarse a pisar la calle, donde las máquinas quitanieves empiezan a despejar el camino.


Benjamin llega hasta la juguetería donde compró la cajita con la bailarina. Observa con deleite el hermoso escaparate y entra en el interior de la tienda.


-¡Benjamin! -lo saluda el juguetero, viejo conocido del señor Elliot.


-Buenos días, Frank y feliz Navidad.


-Feliz Navidad, amigo mío.


-Oye, quería hacerte una pregunta. Ayer me llevé esta hermosa caja de música.


-Oh, sí, lo recuerdo. ¿Está rota?


-No, no, nada de eso. Funciona perfectamente, pero... En fin, ¿de dónde la has sacado?


Frank pestañea ante aquella inesperada pregunta.


-Mi hijo me la dio hace muchos años. Me contó que una mujer se la había regalado, diciéndole que era mágica y que cumpliría su deseo, pero el tiempo pasaba y sus anhelos no se veían satisfechos, así que pensó que le había engañado y que solo había sido una forma de deshacerse de un trasto viejo.


-Niños... -murmura el señor Elliot, forzando una sonrisa impregnada en asombro-, supongo que pediría algún imposible, un viaje a la luna o...


-Bueno, algo así -responde Frank, devolviéndole la sonrisa-. William no puede hablar y hacerlo era su deseo imposible.


Mientras Frank se disculpa para atender a unas personas que han entrado en la tienda, el señor Elliot repara en que no tenía ni idea de que el juguetero tuviera un hijo, aunque la explicación dada no le concede tranquilidad a su desconcierto. Cuando la gente se va, Elliot guarda la cajita en su bolsillo.


-¿Y dónde está ahora tu hijo?


Frank mira de un lado a otro, como si temiera ser oído.


-¡Estuvo aquí ayer mismo y nos dio un buen susto! Después de estar en la tienda, insistió en conducir hasta la ciudad aun con la fuerte nevada y pasamos toda la noche sin saber nada de él. Lástima que no coincidierais por la tarde, hubiera podido presentártelo. Por suerte, esta vieja juguetería me dio para pagarle unos buenos estudios en la ciudad. Ahora es un importante empresario. ¡Si hasta sale en la tele! Si tuvieras una, podrías verlo también.


>>Ya sabes que la juguetería no ha ido bien en los últimos años, y aunque William insiste en ayudarme, no quiero acabar convirtiendo este viejo establecimiento en una de esas tiendas modernas donde solo se venden pantallas y juguetes tan reales que dan miedo.


>>William cree que tengo que modernizarme, pero me falta tan poco para jubilarme... >>Evidentemente él no seguirá después con el negocio familiar, así que quiero darle un final que no le haga perder su esencia al lugar. .


-No sabía que tuvieras un hijo; mucho menos que fuera alguien tan conocido...


-Confío en que me guardes el secreto, Benjamin. A ti te conozco y sé que eres una persona discreta. La gente sabe que tengo un hijo, claro, pero no que ese hijo es él. A William le gusta poder venir aquí y moverse sin agobios y sin que lo conozcan.


-Me temo que aquí también lo conocen...


-No es lo mismo, créeme. Todos hablan de él, pero son incapaces de reconocerlo cuando se lo cruzan. Ayer estuvo aquí y nadie lo supo más que por el revuelo que se alzó con la policía.


***


El señor Elliot ha regresado a casa y aún es incapaz de probar bocado. El desayuno ya está frío y el hombre permanece sentado a la mesa con la nota en la mano y observando la cajita. Suspira hondamente mientras mira a Labo, tumbado en el suelo con los ojillos cerrados.


Elliot abre la caja y una musiquilla suave empieza a sonar cuando la bailarina gira. En pocos segundos la música ceja y una voz lo atrapa en un emotivo hechizo. “William quería darme las gracias”. El corazón del señor Elliot se dispara.


-¿Emily? “Pero no podía hablar. Ese muchachito era muy pequeño cuando topé con él en la calle. Tú aún ni siquiera habías llegado aquí. El invierno era crudo y en su casa había poco que comer. La juguetería conocería tiempos mejores, pero hubo épocas de mayor dificultad y William era el más pequeño de cinco hermanos.


-Pero es hombre me habló. No puede ser él.


-También te estoy hablando yo, ¿no? A menos que hayas perdido la cabeza, querido.


La risa de Emily le llena el corazón y él solo puede sonreír, asintiendo.


-Es una caja mágica, ya se lo dije. Por eso pudiste oírlo. Un simple caja de música, pero le abrió una sonrisa en el rostro y pidió poder hablar. Su padre le preguntó si me había dado las gracias y el chiquillo palideció. Pensó que por eso la caja no cumplía sus deseos. Me consta que me buscó durante mucho tiempo, aunque nunca más volvimos a vernos, pues para ese entonces yo ya me había marchado de aquí. Cuendo regresé, ya contigo, él era un hombre hecho y derecho que se había trasladado a la gran ciudad.


>>Ayer el destino lo cruzó contigo, Benjamin, y haciéndote compañía en Nochebuena me lo agradeció de la mejor manera posible.


>>A sus cuarenta y séis años, William Lapporte entendió que la voz más importante pueden oírla todos sin excepción y está en el corazón. Así me oyes tú, querido. Feliz Navidad. Te quiere tu esposa, Emily. No salgas a la calle con esa chaqueta raída y acuérdate de regar las flores, por el cielo. Mis hortensias se están secando. Dale un achuchón a nuestro Labo de mi parte.


Las lágrimas surcan el rostro del señor Elliot, cuando cierra la cajita de música y mira a Labo, sonriendo. El perro está despierto y mantiene la cabeza erguida. Se acerca a su dueño y la coloca sobre su regazo.


-Feliz Navidad, Labo.



Imagen: 6689062 (Pixabay).

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